martes, 23 de junio de 2009

Vida de un miliciano



Antonio Manuel


La realidad se descompone en dos dimensiones: lo que existe y lo que podría existir. Tan verdad son mis manos como lo que puedo hacer con ellas. Tan verdad soy yo como lo que estoy soñando. La legendaria fotografía de Robert Capa, Muerte de un miliciano, es real. Aunque sea falsa la muerte o el presunto lugar en que se produjo. Y es real porque nadie nos robará jamás la caravana de sensaciones que nos erizó las venas al contemplarla. Los iconos son falsificaciones por definición. Desde la imagen de un santo al cromo de un futbolista. Y se equivoca quien pretende encasillar un símbolo en los márgenes de la realidad tangible. Su misión es evocarla. Y en la medida que lo consigue, se hace realidad. Pero jode que se edifique sobre mentiras porque hay verdades de sobra.

El profesor José Manuel Susperregui desmiente cuatro supuestas verdades sobre la instantánea de Robert Capa: es un posado y no la primera fotografía periodística de una muerte en directo; el modelo no fue el miliciano muerto Federico Borrell sino un desconocido vivo; se tomó en Espejo (Llano de Bandas) y no en Cerro Muriano; y la hizo con la Rolleiflex de su novia y no con su mítica cámara Leica. Dando por ciertas sus investigaciones, el emblema de los testimonios gráficos de la guerra civil sería una burda mentira. Y yo me pregunto qué necesidad había de esto. En que lío se metió Robert Capa para no contar la verdad desde el principio o no desmentir la farsa después. Qué importa si ese miliciano concreto murió cuando simboliza a los cientos de miles de milicianos que sí murieron en la guerra.

La tragedia congelada en esa imagen es una alegoría de la masacre que se convierte por ello en la masacre misma y en el espejo de todas las masacres. El icono se ha hecho más real que la realidad misma. Y aún así, no seré yo quien lo justifique. Me duele que sea mentira. Me duele esta plaga de dudas sobre latifundios de horror tan cierto. Me duele en las cepas del alma. Yo combato la mentira como argumento de convicción hipnótica sobre las masas. Tengo en mis manos una publicación out sider que pretende desmontar la trama terrorista en los atentados del 11-S. Con un decálogo de “evidencias demoledoras”, el redactor argumenta que la caída de las torres gemelas se debió a una voladura con explosivos llevada a cabo por el propio gobierno norteamericano. Se imaginan las consecuencias políticas mundiales de confirmarse una versión así. Ninguna. Porque la maquinaria de poder se ha encargado de fabricar una urdimbre impermeable de desinformación colectiva. La realidad política, social y económica se ha complicado tanto que el ciudadano tiende a simplificar los mensajes y filtrar únicamente los que se compadecen con sus prejuicios. El resto de la desinformación es un insufrible ruido de fondo que nos aplasta y que cada vez nos resulta más difícil decodificar. Y unos huyen apagando el televisor. Otros viendo basura. Deporte. El mar… Hasta preferir la mentira antes que el esfuerzo de cuestionarla. Quizá el miliciano viva. Pero a quién le importa.

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