Pensaba escribir sobre la cumbre del G20. Pero han pasado tantos días y tiene tan poca “chicha” que al final me gana la inmediatez. Escribir de nuevo sobre el teatro política, la incapacidad real de poner en vereda al sistema financiero, la incapacidad de romper con el modelo de capitalismo neoliberal, resulta a la postre aburrido. Los lectores de este cuaderno verían que me repito. Aunque no puedo pasar por alto subrayar que al final la única medida efectiva a corto plazo es la de dotar de fondos al caduco Fondo Monetario Internacional, que ya ha empezado a hacer de las suyas con los planes de ajuste impuestos a los países del Este de Europa.
La peste porcina en cambio es un tema más nuevo y que da para alguna consideración. No voy a entrar en el análisis de las causas. De ello se encarga, creo que con bastante acierto, el artículo de Mike Davis reproducido por los amigos de Sin Permiso. Creo que lo más sensato es pensar que el problema ha surgido de forma relativamente simple, como un subproducto de las muchas “guarrerías” endémicas del sector cárnico. Un sector que en el pasado ya ha dado historias tan escalofriantes como la de las vacas locas, la peste aviar o el mismo tráfico de cerdos que se produjo en Catalunya y que amplificó la magnitud de la peste porcina. Una industria que también en el plano laboral se encuentra entre las que ofrece peores salarios y condiciones de trabajo. No por casualidad suele ser un “nicho” de mercado para los inmigrantes más desfavorecidos, un modelo que se repite por igual en Omaha o en Vic. Parecen en cambio rocambolescas y poco relevantes algunas de las historias conspirativas que han comenzado a circular, como la de la contaminación de los narcos o la de un experimento genético fallido. A menudo lo más simple es lo más verdadero. La misma generalización mediática del nombre “gripe nueva” parece diseñada para tapar la responsabilidad del sector cárnico . La historia en general, y la historia del capitalismo en particular, está llena de catástrofes no intencionadas, subproductos involuntarios (pero inevitables) de las ansias de acumulación privada. Eso que los economistas convencionales serios llaman “externalidades negativas” o que con mayor generalidad podemos llamar “costes sociales de la acumulación de capital”.
Sobre lo que quería llamar la atención es sobre un aspecto particular de la cuestión, también subrayada por Davis -hoy no soy ni gota de original- y que constituye uno de los núcleos sobre los que gira el debate económico de los últimos años. La cuestión de la flexibilidad. Flexibilidad entendida como capacidad de respuesta inmediata a una situación inesperada, de adaptación continua al cambio. Ese es el paradigma que se propugna para la organización de la vida laboral (flexibilidad de contratación, de cambio profesional continuado. etc.). Pero que también se plantea en otros muchos cambios de la vida social, especialmente en el diseño de servicios públicos de respuesta inmediata a catástrofes e imprevistos. De hecho, todo el discurso al que estamos asistiendo estos días es de ese tipo: buscar respuestas inmediatas a la expansión de la enfermedad, contar con los medios farmacéuticos para hacerle frente. Las autoridades de la mayoría de países están basando todo su discurso tranquilizador en el hecho de que cuentan con una respuesta flexible adecuada (aunque uno piensa que, de serlo, es más por casualidad que por previsión, que cuentan con grandes dosis de Tamiflu porque fallaron las previsiones de propagación de la peste aviar) y que saben cómo responder a la amenaza (aunque escuchando al presidente mexicano decir que no hay sitio tan seguro como la propia casa, en un país con elevados niveles de violencia doméstica, uno se atrevía a pensar que el nivel de seguridad quizás no fuera realmente muy alto, especialmente para las mujeres). Lo importante es la respuesta, no la causa ni el proceso.
Esta forma de pensar cierra el espacio a otro planteamiento. No sólo el preguntarse por las causas y sus responsables. La amenaza es tan grande que lo prioritario es conjurarla. También el impedir pensar en otro tipo de políticas. Las de priorizar la reducción de catástrofes mediante la organización adecuada de los procesos productivos, la organización preventiva, la anticipación. Lo que supone además realizar una adecuada evaluación social tanto de los riesgos que significan el fracaso de las respuestas inmediatas a catástrofes imprevistas, como la comparación de los costes relativos de las políticas preventivas (de organización previa) o de respuesta. Esto que es evidente en todos los ámbitos de salud - evitar la enfermedad o curarla una vez aparece- vale para muchos otros campos de la vida social. Como el de la economía, donde el debate se plantea entre promocionar modelos económicos que generan una enorme inestabilidad (como el actual sistema financiero, o el modelo de exacerbada especialización territorial) y exigen respuestas laborales y económicas flexibles, con elevados costes sociales, o por el contrario desarrollar sistemas productivos más regulados donde la respuesta rápida se requiere sólo para situaciones realmente impredecibles. Lo que también es evidente en campos como la planificación territorial (el uso masivo del automóvil es en parte una solución flexible a un modelo espacial totalmente desajustado) o las políticas de seguridad (sociedades más tolerantes e integradoras, frente a modelos donde prima el garrote contra el delito inevitable). La política de la respuesta flexible es la del predominio de la solución de fin de conducto, tan bien conocida en el ámbito del análisis de los problemas ambientales.
Por ello la actual peste es una nueva muestra de promoción de una flexibilidad irreflexiva que demasiadas veces se muestra ineficaz. Planteando abiertamente el dilema prevención-respuesta, en este caso obligando al debate sobre la ordenación del sistema alimenticio, quizás podamos también abrir brecha en el debate más general sobre el tipo de organización social que mejor garantiza el bienestar de las personas. Incluyendo en ello la minimización de los episodios terroríficos.
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